Un tema prohibido: Fracking II
El fracking, lejos de ser un tabú, podría ser una herramienta clave para construir un futuro energético más seguro, responsable, sostenible.
10:16 a. m.
La crisis energética global, intensificada por la guerra en Ucrania y las políticas inconsistentes de algunos gobiernos, ha expuesto los peligros de depender de proveedores inestables como Rusia y de confiar ciegamente en agendas ambientales ambiciosas pero poco prácticas. Estas políticas, a menudo desprovistas de un sustento técnico sólido, han debilitado la capacidad de países como España para garantizar un suministro energético estable, disparando los costos y comprometiendo la seguridad energética.
Europa es el ejemplo más claro. La interrupción del suministro de gas ruso tras las amenazas de Vladimir Putin obligó a países comprometidos con la transición climática a replantear sus estrategias energéticas. Alemania, por ejemplo, desmanteló gran parte de su capacidad nuclear —una fuente limpia, confiable y de bajas emisiones— en favor de una transición acelerada hacia energías renovables como la solar y la eólica. Sin embargo, estas fuentes, aunque prometedoras, son intermitentes y no han logrado satisfacer la demanda en momentos críticos, como durante períodos de baja radiación solar o escasez de viento.
Como resultado, Alemania reactivó plantas de carbón, una de las fuentes más contaminantes, para evitar un colapso energético. En 2022, el carbón representó el 33% de la generación eléctrica alemana, un retroceso significativo en sus metas climáticas que pone en duda el cumplimiento de las mismas.
España, por su parte, enfrentó una crisis similar. Su apuesta casi exclusiva por las renovables, junto con el veto al fracking y la desincentivación de la exploración de hidrocarburos, debilitó su infraestructura energética. En 2021, los precios de la electricidad en España alcanzaron máximos históricos, con picos de hasta 300 euros por MWh, afectando a hogares y empresas. Esta situación, agravada por una gestión estatal deficiente, evidenció los riesgos de priorizar el radicalismo ambiental sobre la estabilidad energética.
El fracking, o fracturación hidráulica, ha sido estigmatizado por movimientos ambientalistas que lo presentan como una amenaza ecológica irreparable. Sin embargo, su implementación responsable, con regulaciones estrictas y tecnologías modernas, puede mitigar los riesgos y ofrecer beneficios estratégicos.
Estados Unidos es un caso paradigmático. Gracias al fracking, el país no solo logró la independencia energética, sino que se convirtió en un exportador neto de gas natural. Entre 2007 y 2020, la participación del carbón en la generación eléctrica cayó del 50% a menos del 20%, lo que resultó en una reducción histórica de emisiones de CO2: un descenso del 32% desde 2005, según la Agencia Internacional de Energía. Además, el aumento en la oferta de gas redujo los precios, impulsando un auge económico.
En contraste, Europa ha pagado un alto precio por su rechazo al fracking. Países como Reino Unido y Polonia han comenzado a reconsiderar esta técnica para reducir su dependencia de Rusia, que en 2021 suministraba el 40% del gas consumido en la UE. La fracturación hidráulica, combinada con un retorno estratégico a la energía nuclear, podría ofrecer a Europa una vía para recuperar su soberanía energética sin renunciar a sus compromisos climáticos.
En el caso de Colombia, el fracking representa una oportunidad desaprovechada. Según la Agencia Nacional de Hidrocarburos, el país cuenta con reservas de gas en yacimientos no convencionales que podrían garantizar el suministro interno por más de 50 años. En un contexto donde las importaciones de gas ya encarecen las tarifas energéticas y afectan el bolsillo de los colombianos, el fracking podría diversificar la matriz energética, por la generación de gas o petróleo, generando ingresos fiscales y financiar sectores clave como salud, educación e infraestructura. Un estudio de 2023 estimó que la explotación responsable de estos recursos podría generar hasta 15.000 empleos directos y contribuir con un 2% adicional al PIB nacional en una década.
Por supuesto, el fracking no está exento de desafíos. Los riesgos ambientales, como la contaminación de acuíferos o la inducción de sismicidad, son reales, pero el avance de la tecnología de perforación ha permitido mitigarlos haciendo viable esta práctica en potencias como Canadá y Estados Unidos.
Casos de éxito que demuestran que con regulaciones robustas, monitoreo constante y tecnologías avanzadas, como la reutilización de agua y la inyección controlada, el fracking es viable.
Además, si modificamos las consultas previas para que no sean más un mecanismo de extorsión, sino de asociatividad con las comunidades locales para que estas se beneficien económicamente, se minimicen conflictos y se logre un desarrollo tangible hacen que el argumento de implementar esta técnica tenga, inclusive, un componente social importante.
No existen soluciones perfectas en el ámbito energético. Toda fuente de energía implica transacciones y compromisos. Sin embargo, el cambio de postura en Europa y el éxito de Estados Unidos deberían invitarnos a reflexionar: ¿es el veto al fracking un lujo que podemos permitirnos? En un mundo donde la energía barata y confiable sigue siendo la base del desarrollo, Colombia y otros países deben sopesar con pragmatismo sus opciones.
El fracking, lejos de ser un tabú, podría ser una herramienta clave para construir un futuro energético más seguro, responsable, sostenible y que produzca billones de pesos que hoy el país está lejos de contemplar en sus arcas para financiar la transición energética y para solventar una crisis fiscal que puede llevarnos a un “apagón” más allá del energético.