Espejismos del poder ciudadano

Se creía libre, pero votaba con miedo; se sentía sabio, pero elegía por impulso; se decía transformador, pero solo cambiaba el decorado.


Juan Carlos Bolívar
abril 10 de 2025
08:12 a. m.
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Érase una vez un país que parecía una fábula escrita con tinta de surrealismo. Allí, las leyes se cumplían a veces, la lógica se usaba con moderación y la locura colectiva era tan normal que le pusieron un nombre bonito: “realismo mágico”. En ese lugar, el odio entre los habitantes no solo era común, sino útil: funcionaba como gasolina para las maquinarias políticas que, sedientas de poder, sabían exactamente a qué botones emocionales apretar.

La ciudadanía, convencida de su papel protagónico, vivía atrapada en tres grandes ilusiones ópticas. La primera: creer que su voto era realmente auténtico, cuando en realidad casi siempre estaba guiado por el temor, el cálculo o la costumbre de escoger al menos malo. La segunda: pensar que los más ruidosos en redes sociales eran los que más sabían o más hacían. Y la tercera: asumir que elegir era lo mismo que transformar, como si el simple acto de marcar una casilla fuera suficiente para cambiar un sistema que sobrevive, precisamente, porque solo cambiamos los nombres, no las reglas del juego.

Pero la verdad es que, elección tras elección, el llamado “poder ciudadano” parecía diseñado para premiar la forma sobre el fondo. Se elegía al que mejor sabía hacer campaña, no al que mejor sabía gobernar. Al que dominaba el espectáculo, no al que entendía la istración pública. Y así, sin darnos cuenta, convertimos la democracia en un casting donde ganaba el más simpático, el más hábil con el eslogan, el que prometía más con menos vergüenza. El resultado era siempre el mismo: gobiernos mediocres avalados por decisiones emocionales. Una ciudadanía convencida de haber decidido, cuando en realidad solo había reaccionado.

Rara vez votaban por quien representaba sus sueños; lo hacían por quien, en medio del ruido y la polarización, parecía tener más posibilidades de ganar. Así, las campañas dejaron de inspirar esperanza para dedicarse a activar temores. La democracia se convirtió en una carrera de obstáculos diseñada no para elegir al mejor, sino para evitar que ganara “ese otro”. Como si impedir fuera lo mismo que construir.

Las redes se convirtieron en el escenario ideal para fabricar liderazgos instantáneos: bastaban buenas frases, una cámara frontal y un enemigo claro. En ese ecosistema, el volumen reemplazó a la profundidad, y la polémica a la propuesta.

Se asumía que elegir era transformar, como si con marcar una casilla bastara para cambiar el rumbo de todo un país. Las reglas seguían siendo las mismas, los intereses también, y los rostros nuevos aprendían rápido a jugar con el mismo manual. La elección se convirtió en un acto solemne, incluso heroico, pero inofensivo: un consuelo simbólico para una ciudadanía que quería creer que hacía parte del cambio, cuando en realidad solo ayudaba a mantener el decorado.

Porque en el fondo, aunque pocos lo notaban, esa era la gran ironía del poder ciudadano: se creía libre, pero votaba con miedo; se sentía sabio, pero elegía por impulso; se decía transformador, pero solo cambiaba el decorado. Y mientras tanto, el sistema, viejo zorro disfrazado de democracia, sonreía tranquilo. El pueblo seguía convencido de tener el poder… sin sospechar que casi nunca lo había usado de verdad.

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